jueves, 12 de marzo de 2009

Libros (primer intento)


Libros, acumulados en estanterías, o en cajas, en pilas sobre el suelo, en las manos delicadas de una mujer, en las manos desgarradas de un artista que no llegó a ser, envuelto en su gabardina ajada, en su aroma de alcohol trasnochado, en las manos elocuentes del librero, de Mendel el de los libros, en la mente del que escribió, en los sueños del que lo intenta. Hojas numeradas, hojas delgadas o gruesas, amarillentas en los bordes sabidas de tiempo, blancas impolutas esperando la mano que los abra. Libros, flacos, gruesos, de tapa blanda o de tapa dura, grandes y pequeños, de letra pequeña o letra grande, con notas al pié, o largas introducciones escribiendo sobre el escritor que escribió, primera página vacía, primera página dedicada por amigos, padres o antiguos amores, a veces fechados, a veces incluso firmados por su autor.

Libros narrando historias algunas ficticias, otras reales, dramáticos, cómicos, intrigantes, poéticos, románticos, entretenidos, aburridos.

Las estanterías se erguían hasta el alto techo, no de todos era conocida pues su acceso, un tanto particular, requería de mirada curiosa. En la fachada no existía dintel anunciando en un letrero “Librería”, no, ni siquiera su entrada consistía en puerta, sino en una ventana a ras de suelo, desde la cual unas escaleras de madera un tanto empinadas abrían paso al espacio, condenadamente abarrotado de libros. Libros, libros y libros, no había espacio hueco de libros, sin embargo el lugar aún tenía cierta luminosidad.

Hacía más de 40 años que entró por vez primera, entonces Tomás, no era más que un enqlenque jóven de mirada distraída, que serpenteaba entre los libros fugaz pero sutilmente, no había libro que no existiese en aquel lugar y que él no supiese donde se encontraba. La caracaterística de la librería no consistía en tener libros que otras no tuviesen, o ediciones especiales, o saldos, la magia de aquella librería es que Tomás, sordo de nacimiento, no atendía a peticiones verbalizadas, es decir, el sistema de venta de la librería no era un sistema al uso. Existía un protocolo no hablado, mediante el cual, el cliente al entrar accedía a una pequeña sala, austeramente decorada, en la que los únicos protagonistas eran una banqueta y una mesa carente de barniz, y una butaca de orejas tapizada en pana vieja de color ocre. El cliente había de sentarse en la butaca, mientras Tomás se sentaba en la banqueta tras la mesa, y tras unos minutos ausente, respiraba profundamente, e iba en busca del libro adecuado.

Algunas personas creen que los libros han de ser escogidos por el que será su lector. En la librería, el silencio siempre era absoluto. Tomás tenía la innata y extraña capacidad de leer a las personas tras pocos minutos. A veces creí que en esa inhalación profunda antes de incorporarse de su banqueta se hallaba el secreto de su capacidad, un olfato esquisito capaz de determinar la necesidad lectora de cada individuo, pero hoy en día sigo sin saber si ese era su secreto, en realidad no importa, la cuestión es la magia que desprendía aquella comprensión afilada de las personalidades y de los libros, y la perfecta sintonía con la que unía a ambos.

El único detalle importante para acceder a aquel tesoro, consistía en no abrir la boca y dejarse llevar hasta la butaca, en no cuestionar en ningún momento la razón por la que las cosas se hacían así y no de otra manera. Dudo que alguna vez llegase a entrar alguien que obviase tal metodología. El extraño acceso, hacía de la librería un lugar poco frecuentado por visitantes extraviados.

El día que entré por primera vez, Tomás no me miró a los ojos hasta que puso el libro escogido entre mis manos, fue entonces al ver mis manos cuando levantó la vista. Su mirada era gris plata, a la luz oscura, y en la sombra luminosa. El libro era de tapa roja desgastada, más bien pequeño, y de poco peso, el título algo desvaído del uso “El amante” de Marguerite Duras.

Ahora casi medio siglo después, al bajar las escaleras de madera recuerdo el aroma de Paul la noche que le conocí.

 

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