domingo, 28 de septiembre de 2008

Retazos de Lucía

En una noria va dando vueltas al mundo.
Es el sueño de cada noche de un verano.
Ha amanecido, se ha desperezado, se ha estirado
Y cuando ha quedado satisfecha de un cansancio aliviado,
Al fin ha bajado.
Es tan placentero ese rato, al despertar, en el que
No queriendo deshacerte de tu colchón, de tus sábanas pegadas, de tu sueño delicioso, te revuelves, deseando hacer de ese momento, un momento eterno, que te cuesta abandonarlo.
Y aunque no lo creamos se extraña tanto como el comer, como el orinar, como el defecar, como el beber, es una necesidad vital,
Que cuando no la realizamos nos deja esa cara de insatisfacción, de amargura, en la que los demás ni se fijan, pues también olvidaron la importancia de ese acto, que aunque resulte banal, es imprescindible.
De esta manera, con la renovada ilusión de un nuevo día aun por comenzar, se desliza en la cocina a desayunar, y mientras, con tranquilidad, va degustando las tostadas con mermelada, su dulce manjar de mañana, observa por la ventana ese nuevo lugar en el que se encuentra, desconocido, atractivo por la ignorancia del mismo, dispuesto a conocerla, y a pasearla por sus calles, sus jardines, sus plazas, sus iglesias, sus museos.
Ya siente el cosquilleo de la curiosidad. Pero sin prisa, despacio; hay tiempo, todo el tiempo es de ella. Una ducha, la ropa calentita rozando de nuevo su cuerpo, unos zapatos que le han acompañado en demasiados viajes (por eso son tan lindos), una bufanda y unos guantes, pues en esta ciudad hace frío, y ahora a buscar, qué bien, qué ganas.
Una sonrisa de dientes descolocados inunda su cara, de belleza asimétrica, inconfundible, majestuosa. Y con la pasión propia de su persona comienzas tu camino.
En algún lugar andará Tomás, en alguna ciudad, en alguna calle, en algún banco de alguna plaza. Sentado, bajo el sol, leyendo el periódico, con un café entre las manos, y posiblemente todavía con sus zapatillas de andar por casa, que sin duda, habrá olvidado cambiar. Puede sentir con cada poro de su cuerpo esa imagen, con todo detalle. El olor de pan recién horneado, el sol invernal iluminando con calidez a los viejos que todavía duermen en algunos bancos, una mujer con falda larga paseando a su perro, con su correa de cuero desgastada, hasta puede ver a algunas vecinas aburridas escondidas, tras un visillo, observando con ahínco cada esquina de una plaza ovalada. Inclusive, puede escuchar las noticias de una radio que se escapan por una de las ventanas. Cuentan algo sin importancia, que pasados unos minutos deja de sonar para pasar a una ópera entonada por un conocido tenor italiano. El sol va alcanzando poco a poco la totalidad de la plaza iluminando con mesura el color de cada flor de esa plaza con un nombre, que sin embargo, desconoce.

Sospecha de tormenta

En la hierba amarilla
el silencio suena
a mil cigarras;
en la casa vacía
huele a tuberías podridas.
Desde una banqueta
de madera roída
se alcanza a ver
el vuelo de una
alondra perdida.
Se sospecha
la tormenta,
sin ser tormenta.
Y el trueno no
es trueno,
sino el crujir de bienvenida
de una casa dividida.

Taller del pasado

Una placidez inmensa, el calor dentro de un jersey de lana, tus ojos encontrándome en la niebla, y mi té que se enfría. Un cuadro enjaulado en su propia tela, mostrando figuras insinuadas, una foto en blanco y negro, con la eterna sonrisa de Lucía, un caballete aburrido de su quietud, y polvo envolviendo carpetas repletas de dibujos que ya no quiero ver. Una postal de una viejita enfajada en el negro, posando ante miles de cacharros culinarios. Otra foto en blanco y negro convirtiendo en intemporal la belleza de Paloma con un cardo entre sus dientes, Quima asomándose con miedo por detrás de su violín, María recién nacida con sus misteriosos ojos grises, un padre y una hija atisbando la lluvia sobre el mar de Fisterra, una sandalia viajera sobre la arena de una playa anónima, Paloma leyendo el periódico delante del Manolo, con ceño fruncido por un sol de hace treinta años, y una niña feliz, sentada en un orinal sonriendo al mundo su encanto de infancia.
Botes de colores en las estanterías, cajas de zapatos escondiendo útiles olvidados, y toda una hilera de álbumes, contando vidas, que nadie se atreve a recordar, una paleta manchada de pintura en lo alto, y un sombrero negro, de ala ancha sobre un cesto con medicinas caducadas. Telas, libros y cientos de documentos de un pasado que ya a nadie le interesa. Frascos con litros de químicos enmohecidos, papel de pescadero enrollado, pinceles pidiendo pintura, un radio- cassette que no funciona, y una ventana desde la que veo las vidas pasar por las mañanas.
Trastos, todo son trastos, y tengo tanto miedo de utilizarlos que sufren en la pena de un olvido, inmerecido.
Sólo la música me acompaña en este cuarto del recuerdo, del pasado, de la vida, de mis sueños.

Con pausa

Una pareja de abuelos
pasea de la mano,
¿Cuántas veces habrán
entrelazado sus manos
a lo largo de sus vidas? - me pregunto.
Tiernos, bajitos y tranquilos
andan los pasos
que anduvieron ayer,
deteniendo a poquitos
su pasito para conversar
de aquí y de allá.
Al alivio de una sombra.
qué amables se les ve
así a los dos juntitos,
amándose con pausa, con tino.

Tic, tac

Agarrada con celo a una piedra,
dibujas tu felicidad o infelicidad,
sobre unas sábanas inmaculadas.
Y en ese placer
de tu almohada acurrucada
sueñas tus recuerdos;
devolviéndoles la magia
que en tantas ocasiones les faltó.
Y al amanecer esfuerzas
tu despertar anestesiado
de tanto entusiasmo
pidiéndole que selle
cada uno de tus sueños
para otra noche poder buscarlos
ante el tic, tacde tu despertador pasado de cuerda

jueves, 25 de septiembre de 2008

Pasión en los pies

Suena Mugsy Spanier, y sonidos de los años ’20, con todos sus instrumentos, y visualizas esos cortometrajes acelerados por falta de fotogramas, en los que cantidad de cabareteras se mueven con mucho ritmo, al son de bajos y trompetas. Berlín atenta escucha esta misma música que también habla de ella, porque en esta ciudad conviven tantos Berlines, tan dispares en el tiempo, en realidades, como uno pueda imaginar. Esta mañana amaneció un alucinante cielo azul, alterando cada rincón, cada esquina. Los longevos árboles erguidos con orgullo, enervan los adoquines dibujando hermosas curvas en el camino rosa de bicicletas, un pie arriba otro abajo, la enorme rueda gira, y la sombra amenaza mil veces encontrar a su anterior efímera compañera, y corren como niñas una tras la otra, mientras la oscuridad releva el sol que calentó las sonrisas de tantos mientras deshacían huellas mirando cielos.
Escasean ancianos, a veces si la luz se tiende se les puede ver sentados en un banco del Gorlitzer Park, antigua estación de trenes que unía la población del este Gorlitzer con Berlín, también algún domingo se dejan ver en los rectángulos de tierra de la Paul Linke Ufer jugando a la petanca con otras generaciones, mientras disfrutan de grandes cervezas. Sin embargo abundan mujeres envueltas en anchas gabardinas beige, que envuelven sus cabezas en pañuelos, y sólo en sus pies dejan ver sus pasiones a través de extraordinarios zapatos.
(Continuará…)

lunes, 22 de septiembre de 2008

El tracatrá del tren


Aquí, tenemos la costumbre de decir, cuando nos referimos al sonido del tren, “el tracatrá del tren”, es una palabra onomatopéyica, es decir, proviene de la interpretación directa, del ruido que este vehículo emite cuando está en movimiento.
Es una palabra no contemplada en el diccionario, sin embargo su uso y su comprensión es algo evidente para cualquiera que hable este idioma.
Cuando era pequeña, una de mis grandes diversiones era ir a ver los trenes pasar por debajo del puente, y desde arriba, desde lo alto, hacer señas, para que el conductor de este, pitara en señal de saludo.
Otras veces, era ir a la estación, y colocar alguna moneda de duro, en las vías, para tras el paso de estos, recogerla con su nueva forma, una forma plana, deformada, en la que el dibujo se perdía, o se desfiguraba, tomando otras líneas.
Pero, de aquellos ratos en la estación de Sigüenza, lo que me queda sellado, de manera más profunda, es la sensación de soledad, la imaginación volando, sobre los paraderos de aquellos trenes, con destinos sin duda, más aburridos de los que yo fui capaz de imaginar.
Era y sigue siendo una estación pequeña, en la que unos pocos bancos hacían las veces de entretenimiento no sólo mío, sino de algunos ancianos, que echábamos las tardes allí sentados, sin envidiar nada de las rutinas de otros muchos.
La mejor hora era el último rato de luz del día, en que una luz tendida, iluminaba desde un extremo de las vías al otro. A veces en verano, esa era la hora, en la que las nubes se transformaban, en inmensos monstruos oscuros, dando cierto aire de tenebrismo a la escena, pues al otro lado de las vías, era visible una antigua edificación militar, que aunque activa en estos días, parecía siempre una casa fantasma, a medio abandonar.
Las vías traían y llevaban personajes anónimos, que dependiendo de si salían o entraban al tren, rebosaban felicidad, o mostraban rostros de pena infinita. El hecho de poder inventar sus vidas, sus circunstancias o sus paraderos hacía de mí, una figura curiosa e invisible dentro de aquel escenario de seres ajenos a mí. Con la suerte a mí favor de cargarme de vidas extrañas.
Desconozco si resulta comprensible o incomprensible la actitud de mi papel en aquel teatro, sólo sé que el recuerdo de esas tardes permanece intangible entre los momentos felices de mi vida, y que a pesar de su simpleza, no ha restado importancia a los acontecimientos relevantes de ésta.
Si otros disfrutaron de afición similar tampoco puedo pronunciarme, sólo sé que en el transcurso de aquellas tardes de verano, sucedieron probablemente cientos de historias maravillosas de las que fui testigo silencioso, y que a día de hoy me llenan gratamente.
Los años pasaron y entonces fui yo misma la que pudo generar las historias de otros, pues era yo la que entraba y salía de unas estaciones a otras.
Y, en aquel papel activo como creadora de historias para otros, descubrí a su vez, el placer de la contemplación, desde el “tracatrá del tren”, el placer del silencio mecido por su sonido, la soledad desde el interior, desde los abismos de lo conocido, las sonrisas de tantos otros siendo recibidos, las lágrimas de otros siendo despedidos, y yo nuevamente como observadora en la distancia, y creadora de historias del “tracatrá del tren”.
El viaje de los sentidos es, si cabe, de los pocos, en los que, el cuándo, el dónde y el por qué no son las preguntas, sino las banalidades de los que no supieron apreciar el sabor de las historias.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Ábaco

El portal huele a la casa de la calle Comercio nº 4, y sus escaleras redoblan un compás similar, aunque no tan penetrante. Cinco barras de la barandilla fueron suplantadas, no habiendo sido tratadas con el rigor que lo fueron sus compañeras, la falta de pintura azul las delata. En la entreplanta siempre reposan las mismas dos tablillas pintadas en rojos y platas que aún desmereciendo ser tituladas como obras, dan cierta calidez al aura del espacio. Cinco son también las puertas que separan esta habitación de la calle, las cinco son distintas y todas ellas especiales. La primera es entera de cristal y madera, y cuando la abres emite un grave rugido, la segunda separa no sólo frío de calor, sino lo familiar de lo ajeno, lo privado de lo público, por eso de un lado es blanco pudiendo mirar a través de su gran mirilla, y del otro lado reluce del mismo azul que la baranda de la escalera. Antes de llegar a la tercera puerta donde justo terminan los peldaños, si miras de frente verás unas tizas esperando garabatear algo y claramente se distingue: “D (corazón) I”, bajo la pizarra, quietas rezan sumas y restas por llevar a cabo las cuentas de colores de un ábaco. A la derecha queda la tercera puerta, que de cristal y madera guarda gran parecido con la primera, pero esta no ruge, chirría. Y al traspasarla si es de noche uno penetra en el ángulo exacto en el que el sensor de movimiento trabaja, activando de inmediato la luz del portal, los buzones de latón turquesa ante ti, auguran cartas y noticias, con sus nombres atentos a la mirada del cartero, que aquí también viste de amarillo para que los nombres le distingan, sólo que en lugar de llevar una vespa a conjunto de su atuendo, calzan una bicicleta de la que cuelgan dos grandes alforjas color limón que pendulan al rumbo de la rueda delantera y al ritmo del pedaleo. A la derecha de los buzones el “Hinterhof” o patio, donde siempre descansan de tanto pedaleo algunas bicicletas, y lucen en perfecta fila india el séquito de contenedores de reciclaje (cinco también) y una especie de cabaña de madera (muy abandonada) quedando esta en el centro, y cerrada de día y de noche dando cierto aire de misterio a la escena. Al otro lado de los buzones se encuentra un enorme un enorme y pesado portón de madera azul, normalmente cerrado, pero sin cerrojo, y a escasos dos metros traspasado el portón una puerta de reja metálica separa tus pies de la ya ansiada calle.