jueves, 27 de noviembre de 2008

El Cid I


Acabo de darme cuenta, hace no más de cinco minutos, de que he perdido una chaqueta, podría haber sido cualquier otra, y entonces estaría hablando "ella", y no yo, pero no es el caso. La llevaba hace un par de días, me había puesto muy guapa, sí es posible que pareciese salida del romancero del Mio Cid, pero no imaginen a la dama, no se equivoquen, imaginen a una mujer disfrazada de caballero de la época, de Rodrigo Díaz, o alguno de sus fieles secuaces, con sus calzas, y su camisa amplia, y sus altas botas dando porte a su presencia, pero,... la chaqueta,...no me puedo concentrar..., la chaqueta. La primera chaqueta que terminó, siempre dijo que el cuello no lo supo resolver, cuando en realidad estaba allí, y aquel fallo era, sin duda, lo que le daba ese aire envolvente a la chaqueta, pero no sólo están selladas las manos de Paloma a esa chaqueta, también lo están las largas manos de Lucía, de las que nació un pez para engarzar mi pelo, un buen día desenredé al pez de sus olas castañas, y alterando su medio lo convertí en botón de mis chaquetas, para que me enroscaran, que me envolvieran, y me protegieran. Por eso entiéndanme cuando les digo que como no me iba sentir armada, cual Rodrigo Díaz, vistiendo tal chaqueta. Pues sí entonces era grande, e incluso me batía en duelos saliendo ilesa. 
Pero señores, esta noche la chaqueta no estaba en mi armario azul, y el espejo de su puerta me ha mirado, y me ha encontrado desnuda al descubrirme indefensa sin mi armadura naranja. Qué fue de mi cabeza, que luchando por una pelota con jugadores asidos a una larga vara, perdí la noción de la realidad.
Véase que ahora, aquí sentada, el espejo me sigue mirando, la luz cabizbaja y mi pensamiento en una fé extraña, por recuperar mañana aquella chaqueta naranja.

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